viernes, 31 de diciembre de 2010

Burbujas de Champán

El hielo se terminó de derretir en el vaso de agua, y María miró el reloj por enésima vez aquella tarde.
—¿Su cita todavía no ha llegado, señorita?
Una camarera le sonreía con afabilidad desde el otro lado de la mesa; era joven, de pelo corto y mucho maquillaje.
—Ni creo que llegue —murmuró.
—¿Un chico, cierto? —la muchacha se sentó en frente suya, poniendo cara de entendida—. Y de los chulitos, ¿verdad? —asintió sin esperar la respuesta de María y se inclinó hacia ella con aire conspirador—. Esos son los peores, te dejan a la tercera cita, en cuanto encuentran a una más guapa.
María apretó la mandíbula y la fulminó con la mirada.
—Quédese con el cambio —sacó un billete de veinte del bolso y lo soltó en la mesa de un sonoro golpe. Después, salió de allí con el ruido de campanitas a sus espaldas.
Las calles cubiertas por un manto blanco y la gente riendo en las calles eran de las cosas que más le gustaban a María de la Navidad, sin embargo, ese día no estaba de humor para fijarse en eso.
Sacó el móvil y marcó un número, apretando las teclas con una fuerza innecesaria. Saltó el buzón de voz.
Cada vez más furiosa, aceleró el paso y cerró la tapa del móvil con un chasquido.
Estúpido.
Su destino era una casa adosada de paredes blancas y vallas azules, césped cuidado e incontables luces navideñas que herían la retinan con un solo vistazo.
Le abrió una chica de su edad; ojos oscuros, pircing en la nariz, y el pelo teñido de azul oscuro cortado de forma desigual.
—¿Y tú que quieres? —le espetó sin dejar de mascar chicle.
—¿Está Jota?
La muchacha la miró con desinterés.
—No —y cerró de un portazo.
María se quedó un momento allí, paralizada, reprimiendo su rabia y esforzándose por no ponerse a chillar y aporrear la puerta.
—¿María?
Ella se volvió de golpe, encontrándose unos sorprendidos ojos negros que se cruzaron con los suyos y le produjeron un cosquilleo en el estómago. De ira, por supuesto.
—¿Qué estás haciendo aquí?
La contrariedad de su voz la encendió todavía más, y bajó los escalones del porche de dos en dos para enfrentarle.
—¿Cómo que qué hago aquí, imbécil? —le soltó, temblando de furia—. ¿Se puede saber por qué no has acudido a nuestra cita?
Él retrocedió un paso y alzó las manos.
—Me surgió algo urgente.
—¿Algo urgente? —alzó las cejas y se acercó más—. Igual que la semana pasada, ¿no? Y que la anterior. ¿Por qué será que cada vez que quedamos te surge algo urgente que hacer?
—No pienses cosas que no son, María —ahora era él el que se empezaba a enfadar—. No controlas mi vida, ¿sabes?
Ella se echó a reír con incredulidad.
—Eso está claro —contestó con voz envenenada—. Si controlara tu vida no me quedaría todas las semanas esperándote en un bar como una tonta.
Lo apartó de su camino de un empujón y echó andar lo más rápido que podía sin echar a correr. No quería que la viera llorar.
—Lo siento.
Sus palabras la pararon en seco. Normalmente, solo hacía falta un «lo siento» susurrado en voz baja; brusco, pero con un toque minúsculo, casi inexistente, de dulzura mal camuflada en la voz, para que ella lo perdonara. Pero ésta vez no pensaba hacerlo.
Retomó el paso, con los puños apretados, y Jota no insistió.
La calle cubierta de nieve que los separaba pareció convertirse en un obstáculo imposible de salvar.


Vació su segunda copa de champán de un trago y volvió a rellenarla.
Sus padres habían salido hacía rato a la casa de sus tíos, dónde solían celebrar la nochevieja y la llegada del nuevo año, pero ella no había querido acompañarlos.
Miró con desgana el líquido dorado de su vaso y encendió la tele. La presentadora que todos los años anunciaba las últimas campanadas del año apareció en pantalla, con un vestido ajustadísimo y cortísimo, con el que debía de estar helada.
—…y más les vale tener las uvas cerca, porque dentro de nada empezarán a sonar las campanadas…
Apagó la tele con brusquedad.
Eztúpida —hipó y dio un sorbo más a su copa—…prezentadoda. ¡Jodha no sedá tuyo! —se levantó del sofá para reafirmarse, y en el brusco movimiento, derramó parte del champán sobre su vestido nuevo—. ¡Miedda!
El timbre sonó en ese instante, sobresaltándola, y haciéndola derramar el resto del champán que le quedaba. Maldiciendo, se dirigió hacia la puerta.
Le costó un momento enfocar la vista hacia la persona que esperaba en la puerta, cargada con un ramo de rosas rojas.
—Hola, María —sonrió el muchacho.
—¡Jodha! —gritó, y le cerró la puerta en las narices.
Nerviosa, se alisó los pliegues de su vestido azul e intentó limpiarse el champán con un clínex. Se colocó el pelo en su sitio, respiró hondo un par de veces, y se atrevió a abrir.
Jota estaba en la misma posición que antes, con una expresión de profundo desconcierto en el rostro, y María sintió que se derretía.
—Hola —susurró, enroscándose en el dedo un mechón de pelo una y otra vez.
Él la observó con aire críptico.
—¿Pod qué me midas azí? —le increpó cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
—¿Estás borracha? —exclamó él con incredulidad.
—¿Qué paza?  ¿Ez qué yo no puedo emboddachadme?
Jota la miró muy serio, cerró los ojos, suspiró y la volvió a mirar.
—Déjame pasar.
—¡No! —chilló interponiéndose entre él y la puerta y extendiendo los brazos.
—¿Por qué no?
Podquepodque… ¡puez podque no!
Y por segunda vez le cerró la puerta en las narices.
Jota volvió a llamar al timbre.
—¡María, abre de una vez!
—¡No quiedo!
—¡No te comportes como una niña!
—¡Me compodto como me da la gana!
—¡María, ábreme o tiro la puerta abajo!
—¡No zerás capaz! —dio un golpe a la puerta para darle más énfasis a su respuesta.
Pero no hubo contestación del otro lado. Extrañada, golpeó otra vez y esperó. Nada. Empezando a asustarse, abrió la puerta y se asomó al exterior, pero todo estaba muy oscuro.
—¿Hola?
Una sombra se precipitó sobre ella y la tiró al suelo de su rellano. Gritó.
—¡Suéldame! —se revolvió en el suelo y dio patadas intentando acertar al secuestrador.
—¡María, soy yo! ¡Jota! ¿Quieres dejar de pegarme?
—¿Jodha?
—«Jodha» como dices tú, no —se zafó de ella, y se incorporó—. ¡Jota!
María lo miró desde el suelo un momento, antes de que se le empañaran los ojos de lágrimas, enturbiándole la visión, y se pusiera a llorar como una magdalena.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Tú... me tdatas muy mal… ¡no me extdaña que te degada! —y continuó llorando desesperadamente.
—¿Y cómo quieres que te trate? ¡Estás borracha!
—Me despdecias.
Jota suspiró y armándose de paciencia, se inclinó hacia María y le tendió la mano.
—Venía a pedirte perdón.
Ella lo observó con desconfianza.
—¿Y a explicadme pod qué me diste plantón? —inquirió dejando de llorar.
—Sí.
María lo contempló un momento más a él y a su mano extendida con recelo, pero finalmente aceptó su ayuda y se levantó.
—¿Y bien? —exclamó una vez en pie.
Jota cogió aire.
—Estaba trabajando —confesó, agachando la cabeza.
—¿Tdabagando? —repitió, como si no hubiera oído esa palabra en toda su vida.
—En un bar, como camarero —confirmó—. Quería ganar dinero para poder invitarte al restaurante de lujo ese que han abierto por Nochevieja, y tenía todas las tardes ocupadas. Aunque al final, como ves, no ha servido de nada.
—¿Eda eso? —preguntó, incrédula. Él asintió—. ¿Y pod qué no me lo dijiste?
—Quería que fuese una sorpresa —parecía arrepentido de verdad, y dio un paso—. ¿Me perdonas?
María calibró la información, pero su estado de embriaguez y la cercanía de Jota la impedían concentrarse.
—No sé… —empezó a murmurar, pero entonces Jota se acercó más y ella su puso en guardia de inmediato.
—Quieto padao —le dijo alzando las manos para detener su avance—. ¿Qué pdetendez?
—¿Hacer las paces? —propuso él con una sonrisa pícara.
María sintió que se derretía y cuando Jota se acercó para besarla, ya no hizo nada por detenerlo.
A lo lejos, las campanadas que anunciaban el nuevo año sonaron con fuerza por toda la ciudad, pero ellos estaban demasiados ocupados para escucharlas.

¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO! ¡QUÉ LO MEJOR DEL 2010 SEA LO PEOR DEL 2011! :D

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Belén Extraño

«¡Noche de paz,
noche de amor!
Ha nacido el niño Dios
en un humilde portal de Belén;
sueña un futuro de amor y de fe,
viene a traernos la paz,
viene a traernos la paz…»

Jota gruñó por lo bajo y se masajeó las sienes, le estaba entrando un dolor de cabeza horrible, y como su hermana no se bajase de la mesa y dejase de hacer un strip-tease le iba a dar también un síncope.

«Desde el portal llega tu luz
y nos reúne en torno a ti
ante una mesa de limpio mantel
o en el pesebre María y José.
En esta noche de paz,
en esta noche de paz…»

Su tío tropezó con la alfombra, se echó encima de su padre y juntos siguieron cantando la cancioncilla que llevaban entonando toda la noche.
Desesperado, y a punto de sufrir un infarto prematuro, se abrió paso entre los demás miembros de su familia —a cada cuál más ebrio— y consiguió llegar a la calle.
El aire frío le azotó el rostro y le ayudó a aclarar la mente. Los gritos de su familia seguían oyéndose incluso en la acera, pero allí por lo menos no tenía que soportar el vergonzoso espectáculo que ofrecían.
Sacó un cigarrillo y buscó un encendedor en los bolsillos de sus vaqueros.
—Mierda —masculló; se le había olvidado en casa.
Se apoyó en la valla que rodeaba el jardín de su casa con un gruñido y miró a su alrededor, buscando alguna distracción. La calle estaba desierta, sin contar al borracho que vomitaba en la puerta de su vecino y el grupo de chicas que hablaba en susurros cerca del parque. Jota aguzó el oído para escucharlas.
—…no podemos perder el tiempo —se impacientó la más alta de todas, de mirada decidida y pómulos marcados—; he quedado con Marcos en cinco minutos, como no lleguemos a tiempo seguro que pierde todo el interés.
—Sandra tiene razón, María —intervino la más pequeña—, todas hemos quedado y no vamos a retrasarnos por… eso.
—“Eso” es un perro y no podemos dejarlo aquí tirado —respondió la tal María, con voz enfurruñada y largo pelo castaño—, lleva un collar que dice dónde vive; en la calle San Pablo. Es aquí cerca, podríamos llevarlo.
—Ni hablar —se negó Sandra—. Si tantas ganas tienes de dejarlo en su casa, ve tú sola.
Se dio la vuelta y caminó con paso decidido hasta el parque, que atravesó sin mirar atrás, la bajita le dirigió una sonrisa de disculpa a su amiga y la siguió. María se quedó sola, con un caniche blanco y muy repeinado en brazos.
Jota la miró de arriba abajo; llevaba unos vaqueros ajustados y un abrigo negro. Sus ojos eran grandes y expresivos, y sus labios suaves y carnosos. Era guapa.
Sonrió y se acercó a ella: por probar no se perdía nada.
—Hey —la llamó. María se volvió hacia él, sorprendida—, ¿tienes fuego?
—No —respondió secamente, endureciendo el gesto.
Se dio la vuelta y echó a andar. Jota la siguió.
—¿Tus amigas te han dejado plantada, verdad?
—Lárgate —le espetó sin mirarlo, pero acelerando el paso.
—¿Esas son formas de tratar a los que intentan ayudarte?
María se paró en seco y lo fulminó con la mirada.
—¿Se puede saber que demonios quieres?
—Puedo acompañarte a llevar al chucho —le propuso.
—¿Qué?
—Que te puedo acompañar a…
—Ya te he oído —lo interrumpió—. No.
Retomó el paseo, cada vez más rápido, pero Jota la cogió del brazo y la retuvo.
—¡Pero bueno! Yo intentando ayudarte y tú siendo una desagradecida. Así no vas a llegar a ninguna parte, ¿sabes?
—Déjame en paz —se soltó de un tirón y le dio la espalda.
—Sé dónde vive el chucho —le gritó.
Ella se volvió y alzó las cejas.
—¿De verdad? ¿Y por qué querrías ayudarme a llevarlo? No pareces una persona muy caritativa.
—Cualquier cosa antes que estar ahí dentro —señaló su casa, de la que todavía salían los cantos de su tío.
Eso pareció convencerla, porque esbozó algo parecido a una sonrisa y Jota se lo tomó como una afirmación.
Caminaron un rato en silencio, el uno junto al otro, hasta que el muchacho se atrevió a romperlo con una pregunta ciertamente estúpida:
—¿Cómo se llama el perro?
—No lo sé, en el collar solo pone “Jota”.
—¿Cómo? —exclamó el “auténtico” Jota.
—¿Pasa algo? —se extrañó ella.
—El maldito chucho se llama igual que yo —se metió las manos en los bolsillos, de mal humor.
Ella se echó a reír.
—¿Te llamas Jota? —soltó entre risas, mientras el perro ladraba nervioso.
Él bufó.
—En realidad, es José, pero Jota suena mejor.
—Si tú lo dices… —repuso con sorna—. Yo soy María.
—Lo sé. —Se obligó a responder a la mirada inquisitiva de la chica—: Se lo oí decir a tus amigas.
Ella asintió y el silencio volvió a instalarse entre ellos. Jota se frotó las manos, intentando hacerlas entrar en calor, y se maldijo por haberse dejado el abrigo además del encendedor.
—Es aquí —se detuvo repentinamente y señaló una casa con muchas luces navideñas.
La mujer que abrió era rechoncha y bajita, de boca flácida y ojos saltones, embutida en un ajustado vestido rosa chillón.
—¡Queridos! —exclamó nada más verlos, sin dejarlos abrir la boca—. ¡Pero si es mi Jesusito del alma! —cogió al perro en brazos y lo achuchó entre sus regordetes brazos, ignorando los pataleos del pobre animal—. ¡Ay, mi niño, mi Jesús, el susto que le ha dado a su mamá!
Tras un instante de shock, María balbuceó:
—¿Él perro se llama Jesús?
—¿A qué es “monoso”? —lo alzó para que lo vieran bien, estirando su sonrisa hasta lograr enseñar todos los dientes—. Un nombre muy original para alguien tan fashion como mi bebé.
La mandíbula de Jota se descolgó, y contempló estupefacto los arrumacos de la señora al tal Jesús.
—Bueno, bueno, ¿queréis pasar? —les invitó haciendo una floritura con la mano.
—¡No! —gritó él, retrocediendo un paso. Como entraran, aquello iba a ser más terrorífico que “La niña del exorcista” y el strip-tease de su hermana.
María le lanzó una mirada de reproche.
—No, gracias —se excusó con educación, intentando aplacar la extrañeza de la señora—, tenemos prisa.
—¡Oh, lástima! Otro día será.
Ni borracho.
Bajaron las escaleras del porche y María suspiró.
—Me da pena el pobre Jesús —sonrió un poco—, casi mejor estar en la calle que en brazos de esa loca.
Jota se fijó en el movimiento de sus labios al sonreír, en sus ojos castaños y en sus mejillas rojas por el frío.
Sonrió, a lo mejor no iba a ser tan mala Navidad como había pensado.
—¿Te apetece tomar algo en esa cafetería?

¡Feliz Navidad a todos! (: