sábado, 11 de junio de 2011

¡Concurso de 100+4 seguidores!



¡Hola! Bueno, ésto no es una historia (y sí, sé que tengo el blog abandonado), pero es casi mejor.
Veréis, un blog que sigo: Plumas de Tinta (http://plumasdetinta.blogspot.com/) ha decidido hacer un concurso por haber llegado a esa cifra de seguidores, y visto el premio: un ejemplar del primer cómic de Tríada, de Laura Gallego + una pequeña sorpresa, no me he podido negar.
En fin, por anunciar el concurso en el blog te daban puntos pero además, por si alguno de vosotros os interesa participar, os dejo el link del concurso:
http://plumasdetinta.blogspot.com/2011/06/concurso-1004-seguidores.html
¡Anímaos!

Au :)

domingo, 20 de febrero de 2011

Mi muñeca

Es una muñeca. Pero no una muñeca cualquiera. Aunque lo parezca a simple vista, es mucho más que eso. Es una amiga.
Al cogerla me vienen los recuerdos; yo tenía una igual, habíamos compartido tantos momentos juntas… hasta que crecí y la abandoné en un rincón.
Ahora, al ver la muñeca que le han regalado a Lucía por Navidad me acuerdo de ella por primera vez en mucho tiempo. Parece como si volviera a tenerla enfrente, contándole historias e imaginándome que era de verdad. Ella me miraba con sus ojos negros y vacíos, aunque en esa época me parecían vivos y felices; como si de verdad pudiera escucharme. Ahora, al pensar en ella, sólo veo los dos botones que hacían de ojos y no podían expresar nada.
También me acuerdo de cuanto me gustaba peinar la lana amarilla que hacía de pelo. O como le cambiaba de vestido continuamente. Pero ella siempre sonreía, con esa sonrisa fría y carente de sentimiento, que al fin y al cabo no era más que un trozo de hilo. Antes, sin embargo, me parecía una sonrisa de felicidad, que en cualquier momento podría convertirse en una carcajada.
Dulce infancia, que convierte hasta el más simple objeto en una cosa llena de magia y diversión.
Mi muñeca de tela, de la que ya ni siquiera me acuerdo del nombre, esa muñeca más pequeña que mi brazo, que estuvo presente en todos los momentos importantes de mi niñez, aquella muñeca que tanto quise, ya no la volveré a ver.

sábado, 5 de febrero de 2011

El Ladrón de Sueños


La noche, dura y fría, no desentonaba con el árido desierto en el que se encontraban ni con los rostros curtidos y carentes de expresión que los rodeaban.
«¿Y ahora qué?» le decía Rixon con la mirada. Pero Kail no lo sabía, por primera y única vez en su vida se había quedado sin ideas.
Y era extraño, eso de no tener ideas. Normalmente, su mente bullía de actividad; pero esa noche los hados lo habían abandonado.
Tragó saliva y miró los impávidos rostros de sus apresores, que en esos momentos colocaban unas esposas alrededor de las delicadas muñecas de Kanna, cuyos ojos azules lo contemplaban fijamente, con rencor.
Percibió la hostilidad que emanaban sus compañeros; no hacia los Especiales que los tenían rodeados, sino hacia él. Todos lo culpaban del desastre de aquella noche, y, para que mentir, llevaban razón al hacerlo.
Sumido en sus sombríos pensamientos, no se dio cuenta de que él también tenía unas esposas rodeando sus muñecas hasta que vio a uno de los Especiales sacar una jeringuilla.
Eso consiguió que reaccionara y se revolviera inútilmente entre las manazas que lo sujetaban. Pero ellos eran más fuertes, más letales y más inhumanos, y sin apenas esfuerzo le descubrieron el brazo derecho y le clavaron sin compasión la aguja en su carne.
El somnífero penetró en la sangre.


Se despertó con un fuerte dolor de cabeza y la sensación de haberse montado demasiadas veces en una montaña rusa.
Intentó incorporarse: mala idea. Un torrente subió por su estómago a su esófago, pasó por la garganta y fue expulsado por la boca. Kail se dobló sacudido por las arcadas, y el suelo se llenó de vómito.
Cuando por fin pudo parar se recostó de nuevo contra el suelo, agradeciendo su frialdad y respirando agitadamente.
Le dolía todo, y el vómito le había dejado un regusto amargo. Por lo menos, seguía vivo.
Lo que no dejaba de resultar inquietante.
Reuniendo toda su fuerza de voluntad se puso en pie y miró a su alrededor. Se encontraba en una especia de habitación de paredes metálicas, sin puertas ni ventanas, cuya pobre iluminación dependía de las gastadas lámparas del techo.
Se acercó a una de las paredes  y la palpó, en busca de una ranura que indicara que allí había una puerta. Las paredes eran lisas y frías al tacto, pero nada indicaba que hubiera una escapatoria.
Recorrió las cuatro paredes y el suelo. El techo estaba demasiado alto, y él se sentía demasiado cansado para intentar llegar hasta él.
Con un suspiro de resignación se dejó caer al piso y cerró los ojos. Ahora sólo le quedaba esperar


El tic-tac del reloj la ponía nerviosa. No dejaba de recordarle que se le acababa el tiempo.
Le había costado escaparse de la aburrida charla de política que daba su padre; que no cabía en sí de satisfacción por haber atrapado, tras años de infructuosos intentos, al Ladrón de Sueños.
A Sarah no le había importado nunca lo que ese tío hiciera o dejara de hacer, hasta dos semanas atrás. Y ya que le servían la oportunidad que estaba esperando en bandeja, no pensaba desaprovecharla.


El tiempo parecía no pasar en aquel lugar. El silencio y la monotonía comenzaban a desesperarlo. Pero entonces, literalmente surgida de la nada, una chica embutida en unos ajustados vaqueros y una camisa blanca se materializó en medio de la sala.
Kail se levantó de un salto y se colocó en una posición defensiva, contemplándola con cautela. Él se encontraba en una de las esquinas, y la chica no parecía muy fuerte. Podría reducirla en caso necesario.
Pero Sarah no tenía tiempo que perder, y sin más preámbulos se encaminó hacia él a la vez que empezaba a hablar:
—Tú debes de ser el Ladrón de Sueños —y sin esperar una confirmación por su parte, prosiguió—: Yo soy Sarah Devanoski, la hija del presidente —por la forma en la que frunció el ceño, supo que la había reconido—. Y vengo a proponerte un trato.
Se detuvo a un metro escaso de él, que la miraba con fijeza, con los ojos grises ensombrecidos.
—¿Qué tipo de trato? —inquirió, tras un momento de silencio.
—¿Tú puedes ver recuerdos en la mente de las personas aunque dicha gente haya olvidado esos recuerdos, verdad? —él asintió—. Mi trato consiste en que tú investigues mi mente y encuentres un recuerdo, a cambio, te liberaré.
El la observó largo rato, como calibrándola, antes de contestar:
—¿Cómo puedo saber que cumplirás tu promesa?
Sarah se encogió de hombros
—No puedes saberlo. Pero después de todo, es tú única oportunidad de salir de aquí.
Y Kail sabía que tenía razón.
—De acuerdo —accedió para alivio de la muchacha—, lo haré.
—Muy bien —dijo Sarah—: El recuerdo consiste en la muerte de mi madre. Yo estaba presente cuando murió, pero no logró evocarlo. ¿Puedes ayudarme?
—No son demasiadas pistas —murmuró el joven. Se había acercado unos pasos y ahora sólo los separaba medio metro. La miró con extrema seriedad—: ¿Prometes liberarme si encuentro el recuerdo?
Sarah asintió con pesadez, y Kail cogió aire y se acercó aún más a ella. Hasta quedar a veinte centímetros.
—Tranquila —susurró al notar su desconfianza—. Mírame a los ojos.
Las pupilas de Kail eran grises; de un gris oscuro que te hacía acordarte de una tormenta a punto de descargar. Y fascinantes, hasta el punto de resultar hipnóticas.
Y Sarah se dejó arrastrar por ellas.


La mente de Sarah era clara y diáfana; amplia y esmeradamente ordenada.
Sin embargo, Kail no se entretuvo admirándola. Debía dirigirse hacia su subconsciente, dónde se encontraban los recuerdos olvidados.
Como buen Ladrón de Sueños, Kail había estado en muchas y diferentes mentes, pero ninguna le había resultado tan difícil de recorrer como la de la joven.
Se resistía, luchaba contra el intruso, y amenazaba con conseguir expulsarlo.
Se deslizó como una serpiente por la mente de Sarah, echando un vistazo fugaz a cada recuerdo que encontraba por si era el que buscaba.
Hasta que llegó.


Volver a la realidad fue como despertar de un extraño sueño, y al principio le costó ubicarse.
Estaba embotada, pero el semblante pálido de Kail y las gotas de sudor que resbalaban por su frente la despejaron del todo.
—¿Qué pasa? ¿Qué has visto? —le increpó ansiosa, con voz aguda.
—No —gimió él con los ojos perdidos—. Debe de haber un error.
—¿Qué es? ¿Qué ha pasado?
Kail clavó sus ojos en ella, pero pareció no verla.
—Si te lo digo no me dejarás salir —la voz le salió estrangulada.
—Sí lo haré. Dímelo —imploró.
—Tu madre fue asesinada.
Sarah tragó saliva.
—¿Quién la mató? —apenas le salió un hilo de voz.
El silencio que siguió tras su pregunta fue el más angustioso de toda su vida. Pero, finalmente, Kail habló:
—Yo —dijo.


Bueno... esto es una historia que escribí hace tiempo y, para que engañarnos, es bastante cutre. De todas formas, gracias a todos los que os moléstais en leer y dejar comentarios: Alicia, María y Pepito (aunque Pepito ya no pase mucho por aquí). Y también al resto de seguidores.
¡GRACIAS! :D

viernes, 31 de diciembre de 2010

Burbujas de Champán

El hielo se terminó de derretir en el vaso de agua, y María miró el reloj por enésima vez aquella tarde.
—¿Su cita todavía no ha llegado, señorita?
Una camarera le sonreía con afabilidad desde el otro lado de la mesa; era joven, de pelo corto y mucho maquillaje.
—Ni creo que llegue —murmuró.
—¿Un chico, cierto? —la muchacha se sentó en frente suya, poniendo cara de entendida—. Y de los chulitos, ¿verdad? —asintió sin esperar la respuesta de María y se inclinó hacia ella con aire conspirador—. Esos son los peores, te dejan a la tercera cita, en cuanto encuentran a una más guapa.
María apretó la mandíbula y la fulminó con la mirada.
—Quédese con el cambio —sacó un billete de veinte del bolso y lo soltó en la mesa de un sonoro golpe. Después, salió de allí con el ruido de campanitas a sus espaldas.
Las calles cubiertas por un manto blanco y la gente riendo en las calles eran de las cosas que más le gustaban a María de la Navidad, sin embargo, ese día no estaba de humor para fijarse en eso.
Sacó el móvil y marcó un número, apretando las teclas con una fuerza innecesaria. Saltó el buzón de voz.
Cada vez más furiosa, aceleró el paso y cerró la tapa del móvil con un chasquido.
Estúpido.
Su destino era una casa adosada de paredes blancas y vallas azules, césped cuidado e incontables luces navideñas que herían la retinan con un solo vistazo.
Le abrió una chica de su edad; ojos oscuros, pircing en la nariz, y el pelo teñido de azul oscuro cortado de forma desigual.
—¿Y tú que quieres? —le espetó sin dejar de mascar chicle.
—¿Está Jota?
La muchacha la miró con desinterés.
—No —y cerró de un portazo.
María se quedó un momento allí, paralizada, reprimiendo su rabia y esforzándose por no ponerse a chillar y aporrear la puerta.
—¿María?
Ella se volvió de golpe, encontrándose unos sorprendidos ojos negros que se cruzaron con los suyos y le produjeron un cosquilleo en el estómago. De ira, por supuesto.
—¿Qué estás haciendo aquí?
La contrariedad de su voz la encendió todavía más, y bajó los escalones del porche de dos en dos para enfrentarle.
—¿Cómo que qué hago aquí, imbécil? —le soltó, temblando de furia—. ¿Se puede saber por qué no has acudido a nuestra cita?
Él retrocedió un paso y alzó las manos.
—Me surgió algo urgente.
—¿Algo urgente? —alzó las cejas y se acercó más—. Igual que la semana pasada, ¿no? Y que la anterior. ¿Por qué será que cada vez que quedamos te surge algo urgente que hacer?
—No pienses cosas que no son, María —ahora era él el que se empezaba a enfadar—. No controlas mi vida, ¿sabes?
Ella se echó a reír con incredulidad.
—Eso está claro —contestó con voz envenenada—. Si controlara tu vida no me quedaría todas las semanas esperándote en un bar como una tonta.
Lo apartó de su camino de un empujón y echó andar lo más rápido que podía sin echar a correr. No quería que la viera llorar.
—Lo siento.
Sus palabras la pararon en seco. Normalmente, solo hacía falta un «lo siento» susurrado en voz baja; brusco, pero con un toque minúsculo, casi inexistente, de dulzura mal camuflada en la voz, para que ella lo perdonara. Pero ésta vez no pensaba hacerlo.
Retomó el paso, con los puños apretados, y Jota no insistió.
La calle cubierta de nieve que los separaba pareció convertirse en un obstáculo imposible de salvar.


Vació su segunda copa de champán de un trago y volvió a rellenarla.
Sus padres habían salido hacía rato a la casa de sus tíos, dónde solían celebrar la nochevieja y la llegada del nuevo año, pero ella no había querido acompañarlos.
Miró con desgana el líquido dorado de su vaso y encendió la tele. La presentadora que todos los años anunciaba las últimas campanadas del año apareció en pantalla, con un vestido ajustadísimo y cortísimo, con el que debía de estar helada.
—…y más les vale tener las uvas cerca, porque dentro de nada empezarán a sonar las campanadas…
Apagó la tele con brusquedad.
Eztúpida —hipó y dio un sorbo más a su copa—…prezentadoda. ¡Jodha no sedá tuyo! —se levantó del sofá para reafirmarse, y en el brusco movimiento, derramó parte del champán sobre su vestido nuevo—. ¡Miedda!
El timbre sonó en ese instante, sobresaltándola, y haciéndola derramar el resto del champán que le quedaba. Maldiciendo, se dirigió hacia la puerta.
Le costó un momento enfocar la vista hacia la persona que esperaba en la puerta, cargada con un ramo de rosas rojas.
—Hola, María —sonrió el muchacho.
—¡Jodha! —gritó, y le cerró la puerta en las narices.
Nerviosa, se alisó los pliegues de su vestido azul e intentó limpiarse el champán con un clínex. Se colocó el pelo en su sitio, respiró hondo un par de veces, y se atrevió a abrir.
Jota estaba en la misma posición que antes, con una expresión de profundo desconcierto en el rostro, y María sintió que se derretía.
—Hola —susurró, enroscándose en el dedo un mechón de pelo una y otra vez.
Él la observó con aire críptico.
—¿Pod qué me midas azí? —le increpó cruzándose de brazos y frunciendo el ceño.
—¿Estás borracha? —exclamó él con incredulidad.
—¿Qué paza?  ¿Ez qué yo no puedo emboddachadme?
Jota la miró muy serio, cerró los ojos, suspiró y la volvió a mirar.
—Déjame pasar.
—¡No! —chilló interponiéndose entre él y la puerta y extendiendo los brazos.
—¿Por qué no?
Podquepodque… ¡puez podque no!
Y por segunda vez le cerró la puerta en las narices.
Jota volvió a llamar al timbre.
—¡María, abre de una vez!
—¡No quiedo!
—¡No te comportes como una niña!
—¡Me compodto como me da la gana!
—¡María, ábreme o tiro la puerta abajo!
—¡No zerás capaz! —dio un golpe a la puerta para darle más énfasis a su respuesta.
Pero no hubo contestación del otro lado. Extrañada, golpeó otra vez y esperó. Nada. Empezando a asustarse, abrió la puerta y se asomó al exterior, pero todo estaba muy oscuro.
—¿Hola?
Una sombra se precipitó sobre ella y la tiró al suelo de su rellano. Gritó.
—¡Suéldame! —se revolvió en el suelo y dio patadas intentando acertar al secuestrador.
—¡María, soy yo! ¡Jota! ¿Quieres dejar de pegarme?
—¿Jodha?
—«Jodha» como dices tú, no —se zafó de ella, y se incorporó—. ¡Jota!
María lo miró desde el suelo un momento, antes de que se le empañaran los ojos de lágrimas, enturbiándole la visión, y se pusiera a llorar como una magdalena.
—¿Y ahora qué te pasa?
—Tú... me tdatas muy mal… ¡no me extdaña que te degada! —y continuó llorando desesperadamente.
—¿Y cómo quieres que te trate? ¡Estás borracha!
—Me despdecias.
Jota suspiró y armándose de paciencia, se inclinó hacia María y le tendió la mano.
—Venía a pedirte perdón.
Ella lo observó con desconfianza.
—¿Y a explicadme pod qué me diste plantón? —inquirió dejando de llorar.
—Sí.
María lo contempló un momento más a él y a su mano extendida con recelo, pero finalmente aceptó su ayuda y se levantó.
—¿Y bien? —exclamó una vez en pie.
Jota cogió aire.
—Estaba trabajando —confesó, agachando la cabeza.
—¿Tdabagando? —repitió, como si no hubiera oído esa palabra en toda su vida.
—En un bar, como camarero —confirmó—. Quería ganar dinero para poder invitarte al restaurante de lujo ese que han abierto por Nochevieja, y tenía todas las tardes ocupadas. Aunque al final, como ves, no ha servido de nada.
—¿Eda eso? —preguntó, incrédula. Él asintió—. ¿Y pod qué no me lo dijiste?
—Quería que fuese una sorpresa —parecía arrepentido de verdad, y dio un paso—. ¿Me perdonas?
María calibró la información, pero su estado de embriaguez y la cercanía de Jota la impedían concentrarse.
—No sé… —empezó a murmurar, pero entonces Jota se acercó más y ella su puso en guardia de inmediato.
—Quieto padao —le dijo alzando las manos para detener su avance—. ¿Qué pdetendez?
—¿Hacer las paces? —propuso él con una sonrisa pícara.
María sintió que se derretía y cuando Jota se acercó para besarla, ya no hizo nada por detenerlo.
A lo lejos, las campanadas que anunciaban el nuevo año sonaron con fuerza por toda la ciudad, pero ellos estaban demasiados ocupados para escucharlas.

¡FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO! ¡QUÉ LO MEJOR DEL 2010 SEA LO PEOR DEL 2011! :D

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Belén Extraño

«¡Noche de paz,
noche de amor!
Ha nacido el niño Dios
en un humilde portal de Belén;
sueña un futuro de amor y de fe,
viene a traernos la paz,
viene a traernos la paz…»

Jota gruñó por lo bajo y se masajeó las sienes, le estaba entrando un dolor de cabeza horrible, y como su hermana no se bajase de la mesa y dejase de hacer un strip-tease le iba a dar también un síncope.

«Desde el portal llega tu luz
y nos reúne en torno a ti
ante una mesa de limpio mantel
o en el pesebre María y José.
En esta noche de paz,
en esta noche de paz…»

Su tío tropezó con la alfombra, se echó encima de su padre y juntos siguieron cantando la cancioncilla que llevaban entonando toda la noche.
Desesperado, y a punto de sufrir un infarto prematuro, se abrió paso entre los demás miembros de su familia —a cada cuál más ebrio— y consiguió llegar a la calle.
El aire frío le azotó el rostro y le ayudó a aclarar la mente. Los gritos de su familia seguían oyéndose incluso en la acera, pero allí por lo menos no tenía que soportar el vergonzoso espectáculo que ofrecían.
Sacó un cigarrillo y buscó un encendedor en los bolsillos de sus vaqueros.
—Mierda —masculló; se le había olvidado en casa.
Se apoyó en la valla que rodeaba el jardín de su casa con un gruñido y miró a su alrededor, buscando alguna distracción. La calle estaba desierta, sin contar al borracho que vomitaba en la puerta de su vecino y el grupo de chicas que hablaba en susurros cerca del parque. Jota aguzó el oído para escucharlas.
—…no podemos perder el tiempo —se impacientó la más alta de todas, de mirada decidida y pómulos marcados—; he quedado con Marcos en cinco minutos, como no lleguemos a tiempo seguro que pierde todo el interés.
—Sandra tiene razón, María —intervino la más pequeña—, todas hemos quedado y no vamos a retrasarnos por… eso.
—“Eso” es un perro y no podemos dejarlo aquí tirado —respondió la tal María, con voz enfurruñada y largo pelo castaño—, lleva un collar que dice dónde vive; en la calle San Pablo. Es aquí cerca, podríamos llevarlo.
—Ni hablar —se negó Sandra—. Si tantas ganas tienes de dejarlo en su casa, ve tú sola.
Se dio la vuelta y caminó con paso decidido hasta el parque, que atravesó sin mirar atrás, la bajita le dirigió una sonrisa de disculpa a su amiga y la siguió. María se quedó sola, con un caniche blanco y muy repeinado en brazos.
Jota la miró de arriba abajo; llevaba unos vaqueros ajustados y un abrigo negro. Sus ojos eran grandes y expresivos, y sus labios suaves y carnosos. Era guapa.
Sonrió y se acercó a ella: por probar no se perdía nada.
—Hey —la llamó. María se volvió hacia él, sorprendida—, ¿tienes fuego?
—No —respondió secamente, endureciendo el gesto.
Se dio la vuelta y echó a andar. Jota la siguió.
—¿Tus amigas te han dejado plantada, verdad?
—Lárgate —le espetó sin mirarlo, pero acelerando el paso.
—¿Esas son formas de tratar a los que intentan ayudarte?
María se paró en seco y lo fulminó con la mirada.
—¿Se puede saber que demonios quieres?
—Puedo acompañarte a llevar al chucho —le propuso.
—¿Qué?
—Que te puedo acompañar a…
—Ya te he oído —lo interrumpió—. No.
Retomó el paseo, cada vez más rápido, pero Jota la cogió del brazo y la retuvo.
—¡Pero bueno! Yo intentando ayudarte y tú siendo una desagradecida. Así no vas a llegar a ninguna parte, ¿sabes?
—Déjame en paz —se soltó de un tirón y le dio la espalda.
—Sé dónde vive el chucho —le gritó.
Ella se volvió y alzó las cejas.
—¿De verdad? ¿Y por qué querrías ayudarme a llevarlo? No pareces una persona muy caritativa.
—Cualquier cosa antes que estar ahí dentro —señaló su casa, de la que todavía salían los cantos de su tío.
Eso pareció convencerla, porque esbozó algo parecido a una sonrisa y Jota se lo tomó como una afirmación.
Caminaron un rato en silencio, el uno junto al otro, hasta que el muchacho se atrevió a romperlo con una pregunta ciertamente estúpida:
—¿Cómo se llama el perro?
—No lo sé, en el collar solo pone “Jota”.
—¿Cómo? —exclamó el “auténtico” Jota.
—¿Pasa algo? —se extrañó ella.
—El maldito chucho se llama igual que yo —se metió las manos en los bolsillos, de mal humor.
Ella se echó a reír.
—¿Te llamas Jota? —soltó entre risas, mientras el perro ladraba nervioso.
Él bufó.
—En realidad, es José, pero Jota suena mejor.
—Si tú lo dices… —repuso con sorna—. Yo soy María.
—Lo sé. —Se obligó a responder a la mirada inquisitiva de la chica—: Se lo oí decir a tus amigas.
Ella asintió y el silencio volvió a instalarse entre ellos. Jota se frotó las manos, intentando hacerlas entrar en calor, y se maldijo por haberse dejado el abrigo además del encendedor.
—Es aquí —se detuvo repentinamente y señaló una casa con muchas luces navideñas.
La mujer que abrió era rechoncha y bajita, de boca flácida y ojos saltones, embutida en un ajustado vestido rosa chillón.
—¡Queridos! —exclamó nada más verlos, sin dejarlos abrir la boca—. ¡Pero si es mi Jesusito del alma! —cogió al perro en brazos y lo achuchó entre sus regordetes brazos, ignorando los pataleos del pobre animal—. ¡Ay, mi niño, mi Jesús, el susto que le ha dado a su mamá!
Tras un instante de shock, María balbuceó:
—¿Él perro se llama Jesús?
—¿A qué es “monoso”? —lo alzó para que lo vieran bien, estirando su sonrisa hasta lograr enseñar todos los dientes—. Un nombre muy original para alguien tan fashion como mi bebé.
La mandíbula de Jota se descolgó, y contempló estupefacto los arrumacos de la señora al tal Jesús.
—Bueno, bueno, ¿queréis pasar? —les invitó haciendo una floritura con la mano.
—¡No! —gritó él, retrocediendo un paso. Como entraran, aquello iba a ser más terrorífico que “La niña del exorcista” y el strip-tease de su hermana.
María le lanzó una mirada de reproche.
—No, gracias —se excusó con educación, intentando aplacar la extrañeza de la señora—, tenemos prisa.
—¡Oh, lástima! Otro día será.
Ni borracho.
Bajaron las escaleras del porche y María suspiró.
—Me da pena el pobre Jesús —sonrió un poco—, casi mejor estar en la calle que en brazos de esa loca.
Jota se fijó en el movimiento de sus labios al sonreír, en sus ojos castaños y en sus mejillas rojas por el frío.
Sonrió, a lo mejor no iba a ser tan mala Navidad como había pensado.
—¿Te apetece tomar algo en esa cafetería?

¡Feliz Navidad a todos! (: